Una reflexión sobre su fundamentación evangélica
“Resulta ya un tópico hablar de la crisis de la vida religiosa”. Con estas palabras iniciaba el P. Arrupe una conferencia en la IV Semana Nacional de reflexión para religiosos del Instituto de Vida Religiosa, en Madrid, el 12 de abril de 1977. Por lo que parece, hace ya casi medio siglo era motivo común, y reiterado, reflexionar con preocupación sobre una vida religiosa en crisis
“Naturalmente – continuaba el P. Arrupe – la experiencia de Dios, como constitutivo esencial y radical de la vida religiosa no ha podido quedar intocada en esta crisis, que es tanto una crisis cultural como teológica”. Tras señalar que las transformaciones en la vida religiosa “no obedecen solo a un dinamismo interno del Espíritu, sino también a la inevitable presión del contexto cultural social (político, económico) y espiritual”, constataba que lo que está en cuestión “es una articulación nueva de esa experiencia espiritual que da origen y sostiene la vida religiosa, vivida en el corazón de la modernidad, una modernidad que, como mínimo, ya no se profesa cristiana”.
Que nos hallemos “en un momento de erosión y casi destrucción de la ‘ideología’, la elaboración racional, que sostenía teóricamente el sentido de la vida religiosa, y [que] todavía no hay un repuesto consensuado en nuestra Iglesia para la misma”[3], no significa que el tema no se haya afrontado repetidas veces, con lucidez y simpatía, abanderada la reflexión – hay que reconocerlo – por el magisterio eclesial. “Parece que no se termina de entender ni asimilar del todo, ni en la Iglesia ni en la vida consagrada, su propia identidad y peculiaridad teológica”.
Aún estando de acuerdo con que “hay más santidad en la vida consagrada que claridad teológica sobre su naturaleza y lugar en la Iglesia”, discreparía si se situara “el problema que más preocupa en la actualidad… en la identidad teológica de la vida consagrada, en su componente y raíz teologal”[6]. Si algo quisiera mostrar – que no probar – la reflexión recogida en este volumen es que la vida consagrada, tal como ha sido – y sigue siendo – pensada y regulada por la Iglesia hoy, queda insuficientemente fundada en el evangelio. Aquí, a mi parecer, se encuentra la raíz de su hondo malestar. Y también, sin desconocer sus evidentes logros, la causa de la pobreza de su testimonio.