La misión nos identifica en la Iglesia como consagrados a Dios y a los jóvenes “y da a toda nuestra existencia su tonalidad concreta” (C 3). “En el cumplimiento de esta misión, encontramos el camino de nuestra santificación” (C 2). Francis J. Moloney nos ofrece dos textos de reflexión en vista de una oración en la que se contempla, en primer lugar, que el servicio a los jóvenes es, ante todo, servicio a Cristo Jesús; y en segundo, que el ministerio apostólico es un servicio sin medida.
El relato de la primera multiplicación de los panes recuerda que Jesús sacia a la multitud movido por su compasión, y sin tener apenas en cuenta la falta de disponibilidad de los discípulos. Sólo cuando pongan a su disposición lo poco que tienen, Jesús hará el prodigio: la pequeñez del alimento no es excusa para no dar de comer a la multitud. Para servir a la gente los discípulos deben aprender a entregarlo todo, aunque sea muy poco, a Jesús para que Él se entregue totalmente a los demás.
El ministerio apostólico requiere total entrega de sí, como Pablo confiesa a los inquietos cristianos de Corinto. Y para entregarse totalmente, el apóstol debe ser totalmente libre. Para salvaguardar la gratuidad del mensaje, el mensajero debe saber renunciar a los propios derechos, incluso a los más nobles e irrenunciables. Su honor, su salario, consiste en poder trabajar por el Evangelio: ser apóstol es tarea y recompensa, confianza y premio. Predicar no es algo que uno escoge, es una necesidad de la cual uno no se puede liberar. Ligado indisolublemente al evangelio, deberá ofrecerlo prescindiendo de su persona, con tal que pueda ganar a alguno (¡!) para Cristo.
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